Frontal de Gésera.

Museo Nacional de Arte de Cataluña.

Último tercio S. XIII.

Cuando hablamos de pintura románica siempre debemos de tener en cuenta que se trata de una forma de representación idealizada, que lejos de pretender representar la realidad lo que pretende es divulgar y explicar el sentido de las sagradas escrituras y hacerlas así accesibles a un vulgo iletrado que no sabía leer. Este carácter didáctico se complementa con un valor simbólico que sirve a su vez para recrear el ambiente místico que debe imperar en los templos cristianos.

Así las cosas, la pintura románica debe ser simple y sencilla para su lectura directa, y por ello sus composiciones son simétricas y ordenadas, la organización iconográfica sigue siempre un estricto orden jerárquico, y es asimismo esencialmente expresiva para que sus mensajes impacten directamente sobre la sensibilidad del espectador.

Para enfatizar esta intencionalidad se emplean toda una serie de recursos formales que van en esta línea, y así se perfilan las figuras con gruesos trazos, se esquematizan sus rasgos anatómicos, se simplifican los detalles y se exageran las formas de expresión.  A todo ello se añade un color siempre intenso y lleno de vigor, puro y sin mezclas, y aplicado en plano. Color, cuyo impacto, resaltado por el ambiente lóbrego del interior del templo, contribuye decisivamente a recrear esa sensación de misticismo sobrenatural que debe envolver al creyente. Y tanto es así, que pareciera que de este torrente de variantes cromáticas surgiera una intensa luminosidad pictórica, una luz simbólica por tanto, que entronca con el sentido sobrenatural de concebir la luz como fulgor espiritual.

Sólo desde estos presupuestos podemos abordar el sentido de la belleza y el atractivo indudable que atesoran todas estas pinturas. Como ocurre, por ejemplo, con este Frontal de Gésera.

Se trata de un antipendio, una tabla de madera que cubría la parte delantera de la mesa de altar. El que hoy nos ocupa es uno de los pocos que se conservan en Aragón, a pesar de ser esta región una de las más ricas en ejemplos de pintura románica mural. Además, la mayoría se conservan fuera de la región, como es este caso. El de Gésera se relaciona con talleres de la parte más occidental de Cataluña, aunque también hay estudiosos que lo han relacionado con los mismos autores que trabajan en esa época en Roda de Isábena, si bien sólo se trata de una hipótesis difícil de demostrar.

La pieza se pinta al temple y se estructura en una disposición muy básica, repartiendo los temas iconográficos en una retícula dibujada a base de dobles líneas cruzadas en paralelo. Se representa a San Juan Bautista, verdadero protagonista de la tabla, delante de una planta singular y exótica que reconoceríamos como una chumbera si no fuera porque hasta el S. XVI no llega esta planta aquí procedente de América de donde es originaria. En cualquier caso resulta una alusión bastante explícita a su vida en el desierto. Lleva el libro en la mano, y está ornado con nimbo y cubierto con un paño que la tradición relaciona con una piel de camello, otra referencia a su predicación en el desierto. Muestra un gesto didascálico y complementa su simbología con el cordero y la cruz que se observa a su izquierda, alegoría del Cordero Pascual o de su misión profética de anunciar al Mesías.

A cada lado se distribuyen escenas en tres registros: en la parte superior repartidos a derecha e izquierda una serie  de personajes que podrían aludir a los discípulos de Jesús, seguidores al fin y al cabo de la profecía del Bautista. Otros autores distinguen entre adeptos y fariseos. Debajo, una serie de animales, algunos como el toro, el águila o el león (representado  idealizadamente como un grifo), tendrían su valor simbólico relacionado con el tetramorfo; el resto, entre los que se distinguen hienas, camellos, ciervos, osos o jabalíes, más allá de su valor simbólico aludirían nuevamente al entorno desértico donde predicó el profeta.

Pero hay algo singular y tremendamente atractivo en este frontal de Gésera y es que la imagen de su protagonista a nadie puede dejar indiferente. Su impacto visual y su potencia expresiva es tan grande que estremece a cualquiera, no digamos ya al observador de finales del S. XIII. Y desde luego, su figuración nada tiene que ver con los patrones conocidos de belleza clásica, pero desde el momento en el que la emoción alcanza la vista del espectador de una forma tan pletórica es que estamos hablando de arte puro, y por tanto de una forma singular de belleza.

Los recursos para conseguirlo son básicamente los ya explicados al principio del comentario, los propios de la pintura románica, pero en este caso hay algunos pormenores dignos de destacar: la rotundidad en los trazos, que a veces de tan firmes casi resultan groseros, la intensidad de la luz en el cuerpo del Bautista, la composición tan lograda de enmarcar la figura del protagonista entre las hojas de la planta, forzando además un mayor contraste lumínico, y sobre todo su tremenda fuerza expresiva en el rostro de difícil comparación con ninguna otra imagen románica. Así, sus ojos enormes, sus rasgos esquematizados al máximo, la cara abierta y el cabello alborotado en mechones en pico que parecen la prueba patente de estar ante un iluminado que ha visto a dios.

Al respecto escribe el profesor Borrás Gualis, al que desde aquí nos gustaría así ofrecerle el homenaje que se merece: “Se trata de una obra carente de modelado, antinaturalista, de linealismo muy esquemático y de un cromatismo plano, deudora de tradiciones muy arraigadas en la zona como la mozárabe. Todo está expuesto al servicio de una desenfrenada expresividad, que alcanza su clímax en el tratamiento de los cabellos del Bautista, una figura de carácter visionario, cuyo pelo hirsuto y erizado es de gran efecto”.

Desde cualquier punto de vista, una pintura difícil de olvidar.

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