Centauro.

Igor Mitoraj.

Foro de Pompeya. 1994.

La obra de Igor Mitoraj es sobre todo evocación. Evocación clásica. Evocación de la pérdida, evocación como nostalgia. Evocación monumental, y evocación del pasado, aunque su obra sea tan actual y moderna.

Igor Mitoraj es un escultor de familia polaca y que estudia en la Escuela de Bellas Artes de Cracovia, aunque nace en la localidad alemana de Oederan en 1944. Continua sus estudios en París, orientado en un principio al campo de la pintura, pero su estancia posterior en México, donde le fascinarán las culturas precolombinas y latinoamericanas, cambiará su forma de entender el arte y lo vinculará definitivamente al ámbito de la escultura.

No obstante, será su asentamiento definitivo en Italia el que marcará su forma de trabajar y definirá su estilo. Primero trabajando el mármol de Carrara y después estableciéndose en la pequeña localidad de Pietrasanta que terminará convirtiéndose en su rincón predilecto.

Es indudable que esta relación íntima con Italia lo relaciona con el mundo clásico en general, desde la influencia renacentista hasta la más evidente que vincula su obra a la escultura monumental del arte griego y romano. Una evocación además grandiosa por sus cánones siempre de grandes dimensiones. Pero es curioso porque esta resonancia clásica se complementa también con una evocación por la pérdida, como decíamos al principio, por la nostalgia que lo mismo que nos enamora con la ruina nos seduce por la pieza caída e incompleta, por la imagen rota. Y eso es lo que pasa en las obras de Mitoraj que sus imágenes cercenadas, colocadas de tal manera que parecen abandonadas a su suerte, nos provocan la añoranza del arte perdido u olvidado. Algo que se demuestra de la forma más hermosa en exposiciones como las que se organizaron en Agrigento en 2011 y Pompeya en 2017, en el que la obra de Motiraj no puede sintonizar mejor con las ruinas de la Antigüedad.

Porque eso es exactamente el arte de Mitoraj, un recorrido por la añoranza, por un pasado que ya no es, aunque lo haga a través de un arte actual. Sus imágenes por ello son cuerpos incompletos, cabezas partidas, figuras caídas en el suelo, como deshechas por el paso del tiempo, ángeles caídos, rostros vacíos convertidos en máscaras. Torsos agrietados, bronces que han perdido su brillo, esculturas mancas y cojas. Como recién encontradas en una excavación. Por eso no faltan los recursos que nos trasladan al pasado, al pasado clásico de un cuidado exquisito en la concreción de la eurithmia clásica, del canon medido, del contraposto equilibrado cuando lo hay, del trabajo detallista, a pesar de las heridas, del ethos en la expresión, en fin, de la cadencia y la elegancia clásicas, sinónimo de belleza. En su caso también una “belleza rota”, como se dice de su obra, que es una forma muy personal de reinterpretar las esculturas clásicas, es decir, una rearticulación del concepto clásico, lo cual es justamente lo que define la posmodernidad en el arte, tendencia con la que se relaciona la obra de Mitoraj.

Lo que pasa es que en su mano esta belleza se vuelve además enigmática porque esconde una lectura nueva, precisamente la de su modernidad. Miramos sus obras, como Ícaro azul (2013), o la cabeza de Tíndaro (1997) o la de Eros bendato (1999) y tantas otras y primero nos cautiva su belleza hasta no poder apartar la mirada de sus imágenes, pero luego, dejamos volar la imaginación más allá de sus formas, y entonces parece como si sus esculturas clamaran por algo, nos alertaran con su silencio.

Ícaro azul (2013).En la Exposición de Agrigento, 2011.
Eros bendato (1999), En la Exposición de Valencia. 2022.

Lo propio ocurre con su famoso Centauro, que definitivamente se ha quedado presidiendo el foro de la antigua ciudad de Pompeya, lugar idóneo para una pieza como esta. Se trata de una obra que en esta ocasión evoca las esculturas ecuestres antiguas y renacentistas, porque en buena medida hay un punto de conexión con la Estatua ecuestre de Marco Aurelio, como lo hay con el Gatamelatta de Donatello, lo que no es de extrañar porque a su vez esta tiene su deuda con la anterior. Todas presentan una estructura estable y equilibrada de composición cerrada. En el Centauro, como en aquellas, esa estabilidad compositiva se establece a partir de la postura del caballo que dibuja una línea horizontal, y que apoya sólidamente sobre tres patas en el suelo. Solo una de las delanteras se levanta levemente (la derecha en el caso de la escultura romana y de la actual, la izquierda en la de Donatello). El jinete (la parte humana en el Centauro), por el contrario, compensa la línea horizontal del caballo con un eje vertical, evidente en todos los casos, pero aún más en la pieza de Mitoraj a través de la lanza que complementa la figura y de una posición ligeramente diagonal que refuerza su poderío.

Y para que la fuerza del caballo no rompa la armonía del conjunto, la composición se cierra en los tres casos de la misma manera: la pata delantera elevada curva la pezuña hacia dentro, mientras en el otro extremo, la cola del animal también se curva hacia el interior, creando así un paréntesis entre principio y fin de la figura, lo que unido a la cruz que forman las líneas horizontal y vertical de animal y jinete, otorga al conjunto toda esa presencia firme, poderosa, pero a la vez, equilibrada y medida.

En las dos esculturas ecuestres es la forma de transmitir la idea de cómo la razón (humana) se impone sobre la fuerza (del caballo). En el caso del Centauro de Mitoraj es más difícil de encontrar esa misma simbología, porque precisamente los centauros eran bien conocidos por su violencia y salvajismo, a no ser que se trate de Folo, el centauro sabio que ayudó a Heracles. En tal caso se entendería esta iconografía en la que también se impone la razón sobre la fuerza bruta y daría sentido igualmente a la efigie que aparece en el pecho de la figura, que nos recuerda al héroe mítico. Un detalle más, a los pies del Centauro se postra caído un torso, mutilado como todas las esculturas de Mitoraj. Otro guiño al retrato ecuestre de Marco Aurelio, que originalmente contaba con el cuerpo de un bárbaro vencido, al que el emperador aplaca con su gesto pacificador. Lo demás es puro Mitoraj: a la figura le faltan los brazos y media cabeza, y se insertan en su cuerpo marcos con perfiles en su interior y huecos con alguna pequeña escultura dentro, así como relieves en el pedestal del Centauro , todo ello signos posmodernos con los que aliñar la obra principal. Pero por encima de todo prevalece la fuerza de la monumentalidad y su presencia hermosa y serena, que como en todas sus obras nos atrapa y nos cautiva.

Y es que tal vez, esa sea la grandeza de la obra de este escultor, no la de su tamaño (que también), sino esa continua evocación que nos traslada como nadie, de la antigüedad al presente, del olvido al descubrimiento, de la ruina a la belleza.

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