Iglesia del Redentor.

A. Palladio.

Venecia. 1577-1592.

Andrea Palladio no sólo representa a uno de los arquitectos más importantes del S. XVI, también fue un teórico de la arquitectura y uno de los tratadistas más influyentes de su época, gracias especialmente a sus «Cuatro libros de la arquitectura» (1570), donde revisa además teorías postuladas por Alberti y Vitrubio.

Pero por encima de todo fue un extraordinario arquitecto sobre el que no se ha hecho toda la justicia que merece. Su aportación a la arquitectura se mueve entre la tradición clásica del pleno Cinquecento y las primeras muestras de un cambio de postulado hacia las premisas que definirán el Manierismo. Dentro de las obras de tradición clásica destacan sus famosas Villas, ejemplo paradigmático de arquitectura civil en el S. XVI, y que más allá de su indudable importancia como modelo clásico de arquitectura monumental, proporcionada y elegante, marcará también una impronta cuya influencia iba a llegar hasta la arquitectura inglesa del S. XVIII, e incluso al concepto de arquitectura tradicional de los Estados Unidos en el S. XIX.

Pero si la aportación de Palladio a la arquitectura civil es como vemos decisiva, su papel en cualquiera de las obras que acometió fue igual de notable. Así el caso de la Basílica de Vicenza, y de edificios religiosos como en el caso que nos ocupa, en el que de nuevo vuelve a demostrar ese estilo suyo inconfundible, marcado por la armonía constructiva y la elegancia clásica.

La Iglesia del Redentor se concibe en plena epidemia de peste durante el verano de 1575, cuando la debacle que produce, más de cincuenta mil muertes, aboca al Senado a pedir ayuda divina a cambio del voto de realizar una nueva iglesia dedicada al Redentor. Rápidamente se adjudica la obra a Palladio, y ya en mayo de 1577 se coloca la primera piedra.

Dadas las circunstancias tan adversas en las que se decide la construcción y la orden religiosa que asumirá la titularidad del edificio, los padres capuchinos, se impone una cierta mesura y sobriedad constructiva en el proyecto, que se manifiesta sobre todo en la utilización abundante del ladrillo cara vista como aparejo exterior y terracota en la elaboración de muchas piezas, evitando por el contrario mármoles y materiales más lujosos. Sólo la fachada manifestará un mayor grado de vistosidad monumental, accediendo a la utilización de mármol blanco, que resultará de una perfecta sintonía cromática con el rojo del ladrillo del resto del edificio.

La planta de la iglesia constituye un perfecto ejemplo de equilibrio constructivo plenamente clásico: se distribuye en tres espacios perfectamente diferenciados por sus formas geométricas, pero perfectamente relacionados entre sí por la uniformidad espacial que otorga la amplia iluminación interior y por la proporcionalidad matemática de todos sus elementos. Cuenta con un primer espacio de forma rectangular dedicado a la nave y sus capillas abiertas entre los contrafuertes; un espacio ovoide, remarcado en su centro por el círculo que marca la cúpula central, reservado al amplio crucero; y otro espacio en forma de cruz, dedicado a la cabecera de la iglesia. El conjunto que se deriva de esta solución resulta muy original, diferente de cuanto se había construido hasta entonces y de una influencia indiscutible sobre las primeras soluciones que se dibujarán en los albores de la arquitectura barroca.

Al interior se mantiene el espíritu clásico y la simetría constructiva. Porque sin perder ni la monumentalidad por una parte, ni la sobriedad por otra, se consigue un efecto de gran impacto espacial. El juego de pilastras de orden corintio, los entablamentos en consonancia, las hornacinas, y los arcos de medio punto abriendo las capillas laterales son puro clasicismo. Lo mismo que la generosa luminosidad que engloba todo el interior y que como hemos dicho contribuye tanto a la uniformidad espacial de todo el conjunto. Por otro lado, la tonalidad blanca de todo el muro, la construcción de la cúpula monumental y el tipo de cubiertas, con una bóveda de lunetos en la nave central, recogen en cambio las novedades aportadas por la arquitectura renacentista.

Al exterior sigue sorprendiendo la imagen magnífica del perfil del edificio recortado sobre las aguas que rodean la isla de Giudecca, cercana a Venecia, en la que se encuentra. Su euritmia contribuye a ello, pero también la belleza de los módulos constructivos, alternados entre la forma circular de la cúpula y las torres que la flanquean, con los contrafuertes exteriores y la fachada principal. También la alternancia cromática de la que hemos hablado impactan visualmente en todo el conjunto.

En cuanto a la fachada es extraordinario el juego de formas y superposición de volúmenes que dibuja Palladio, dando lugar a uno de los diseños más vistosos y originales que podamos encontrar. Su deuda clásica es más que evidente puesto que entrelaza hasta cuatro frontones clásicos triangulares de distintos tamaños y en distinto plano de muro, de tal modo que unos y otros avanzan o retranquean y asimismo recortan sus perímetros al entrecruzarse entre sí, en un diseño inverosímil y sorprendente, en el que se advierten ya por ello mismo, claros resabios manieristas. En cualquier caso, el efecto es magnífico, no sólo por la simetría compositiva y el divertimento de formas, sino porque la sobriedad clásica, la sencillez ornamental y la prístina imposición del blanco puro de sus mármoles, consigue ese efecto a la vez monumental y sencillo, elegante y severo, que sólo se deriva del lenguaje clásico. 

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