La Balsa de Medusa.

Thedoro Géricault.

Museo del Louvre. París. 1819.

La balsa de Medusa es un cuadro épico, tanto por lo que supuso la obra en su momento, como por los acontecimientos que nos narra, que están basados en un hecho real.

La fragata Medusa había partido junto a una corbeta, un bergantín y un bricbarca, el 17 de junio de 1816 de la isla de Aix rumbo a Senegal. Pero ya después de una escala en Tenerife, la flotilla se dispersó por la acción de los vientos y la impericia de sus navegantes, por lo que la fragata quedó aislada del resto de los barcos del convoy. Esa misma impericia e ineptitud hizo que el barco encallara frente a las costas de Senegal en una zona de escaso fondo, a pesar de la claridad del agua y del mar en calma. La fragata estaba perdida, así que se pensó que lo mejor sería construir una balsa, que sumada a los pocos botes salvavidas que llevaba el barco, permitieran que el pasaje se salvara. Se construyó la balsa, en efecto, pero al subirse a bordo los primeros náufragos se hundió parcialmente, lo que hizo cundir el desorden y el caos, lo que a su vez, provocó la pérdida de la mayoría de las provisiones y el descontrol de toda la flotilla. Los oficiales se embarcaron en los botes y el pasaje se apretujó como pudo en la balsa medio hundida. No se sabe si por egoísmo o por pura desgracia, pero las cuerdas atadas desde los botes a la balsa se fueron rompiendo una a una, lo que dejó la balsa abandonada en medio del mar. A partir de este momento y durante trece espantosos días los supervivientes fueron padeciendo todo tipo de calamidades, tormentas, oleaje, peleas a muerte entre los náufragos y sobre todo, el hambre y la sed, que fueron haciendo estragos entre los desgraciados. La única solución fue también la más terrible, los cadáveres que cada día iban cayendo empezaron a aprovecharse para el alimento de los supervivientes. De las ciento treinta personas que en un principio se agolparon en la balsa, al segundo día ya sólo quedaban sesenta, y cinco días después tan sólo veintisiete. Al final únicamente sobrevivieron quince, que fueron recogidos por el barco Argus.

El suceso descrito por los supervivientes y narrado por escrito por dos de ellos, Savigny y Corréard, creó una enorme conmoción en Francia, no sólo por las desgracias padecidas por los náufragos, no sólo por su incitación al canibalismo, sino también porque el suceso venía a resultar un símbolo de la situación política de Francia, que había reinstaurado la monarquía borbónica después del Imperio de Napoleón, y mostraba de esta forma la incompetencia de la Armada Real en un ejemplo claro de corrupción e insensibilidad de sus dirigentes, tan evidente como la que mostraba el Estado en aquel momento, de hecho ni siquiera se aprobó una indemnización a los supervivientes.

La noticia también caló entre los intelectuales y artistas del momento, y fue la razón de que el pintor Théodore Géricault, en un impulso romántico, decidiera afeitarse la cabeza para que nadie lo viera, y obligarse así a encerrarse en su taller sin salir hasta que terminara un inmenso cuadro que fuera denuncia y relato de lo que había ocurrido.

El pintor leyó la narración de Savigny y Corréard, y luego los visitó y los interrogó ampliamente. Buscó un carpintero que había sobrevivido al naufragio y le convenció para que le hiciera una maqueta de la balsa original. A partir de entonces y durante ocho meses estuvo concentrado intensamente en la realización del lienzo, que contó con el apoyo de sus amigos y discípulos, alguno de los cuales posó para el cuadro, así el caso de un joven Delacroix, que aparece como la figura muerta de primer plano, tumbada boca abajo y con el brazo izquierdo extendido.

El momento elegido por el pintor para reproducir la imagen del naufragio es uno de los instantes de máxima tensión de todo lo ocurrido. Justo cuando se produce un primer avistamiento del barco que habría de salvar a los náufragos, el Argus, pero que después desaparece en el horizonte con el consiguiente desconsuelo posterior de los náufragos que creyeron que aquel era su final. Lógicamente la escena, captada en ese intervalo, alcanza su mayor momento de dramatismo, porque aúna las desgracias acumuladas a lo largo de los días, que quedan expresadas en los cadáveres de primer plano y en el ambiente general de miseria que rodea la balsa, junto a ese instante cruel en el que el júbilo inicial al avistar el barco en el horizonte se convierte en desolación al observar que.

Técnicamente el cuadro es una muestra de formación clásica y emoción romántica. La estructura compositiva, triangulada, con una clara disposición piramidal ascendente y en amplios escorzos, crea una estructura ordenada y en equilibrio muy académica, lo mismo que el trabajo sobre las anatomías, cuyos cuerpos esculturales y fornidos, resultan contradictorios con las penurias que pasaron los náufragos, pero le inyecta al cuadro una energía indudable que nos contagia al contemplarlo. En cualquier caso, esta composición crea una de las diagonales más dramáticas de la historia de la pintura: los ojos del espectador recorren sin pausa un camino de ida y vuelta que va de la muerte del primer plano a la vida y la esperanza que se concentran al fondo de la escena, para volver irremediablemente a las desgracias del comienzo perspectivo.

Todo lo demás es puro romanticismo, porque la composición triangulada se compensa con la disposición de los cuerpos en rítmicos impulsos de los ángulos al centro y del primer plano al fondo, con escorzos violentos y posturas imposibles, que añaden toda la afectación teatral y dramática al hecho trágico. Los colores son igualmente ardientes, y la luz, contrastada, casi fantasmagórica en algunas partes del cuadro, otorga ese sentido de expresión patética tan propia de las escenas utilizadas en los cuadros románticos.

Terminada la obra en julio de 1819 se colgó en el Salón de aquel año, el 31 de agosto, ante la presencia del propio Luís XVIII y bajo el título “Escena de naufragio”. El rey comentó admirando el cuadro: Monseieur Géricault, su naufragio no es ciertamente ningún desastre. Y el mismo Delacroix confesó años después que la impresión que me produjo fue tan fuerte que cuando salí del estudio eché a correr, y seguí corriendo como un loco todo el camino hasta la Rue de la Planche, donde vivía entonces, al final del barrio de Saint Germain.

La obra marca un antes y un después en la evolución de la pintura, porque logra alcanzar una intensidad formal y emocional nuevas, que marcan las bases del movimiento romántico.

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