La lechera de Burdeos.

F. Goya.

Museo del Prado. Madrid. 1827.

Es difícil encuadrar a Goya en ninguno de los movimientos pictóricos que se desarrollan a lo largo de su vida. Cronológicamente se halla a caballo entre el Rococó y el Neoclasicismo, pero su pintura escapa de estos planteamientos y se aventura en un estilo propio e irrepetible que además se adelanta a su tiempo, anticipando movimientos posteriores como el Romanticismo, el Impresionismo, el Surrealismo o el Expresionismo. Goya es la llave que abre el arte a la modernidad y por ello su pintura resulta tan fascinante e innovadora.

Pero no es la misma su forma de pintar a lo largo de toda su vida. Como todos los grandes artistas que nos han regalado el sello de su genialidad, su capacidad de renovación artística fue constante y su evolución pictórica uno de sus rasgos esenciales. Por eso mismo se suelen diferenciar hasta tres etapas distintas en el devenir de la obra de Goya: una primera, hasta la Guerra de la Independencia, más desenfadada y amable en sus planteamientos artísticos y en sus temáticas; una segunda de plena madurez y de gran brillantez, que coincide con los años inmediatamente anteriores a la Guerra en los que ya se intuye la crisis que se avecina; y finalmente una tercera, marcada por su soledad y desapego al entorno social que le rodea, una etapa de aislamiento por su sordera y de decepción por el rumbo político que ha tomado el país, y que dará lugar a la serie impresionante de las Pinturas negras.

EL PORQUÉ DE SU BELLEZA

Por eso resulta más chocante que uno de sus cuadros más hermosos desde el punto de vista formal, de mayor armonía cromática e idealización expresiva, coincida con esta última etapa, aunque el cuadro de La lechera de Burdeos nada tiene que ver ni con la serie de las Pinturas negras ni con los sinsabores de sus últimos años en España. Goya ha marchado ya de nuestro país y se ha refugiado en Burdeos, donde pasará en paz y sosiego los últimos años de su vida. El cuadro en gran medida responde a ese estado de ánimo. Un cuadro precioso y ya no sólo porque recupera la luz y el color que se había perdido en sus últimos años, sino porque esa alegría que destila se manifiesta sobre todo en la candidez sencilla y amable con que reproduce a la lecherita que le llevaba la leche a casa todas las mañanas. Como siempre en Goya bastan pocos detalles, pinceladas amplias y tonos empastados, que además se superponen buscando la mezcla sobre la retina más que sobre el lienzo, tal y como harán décadas después los pintores impresionistas. Los tonos azules, los rosados del rostro, los blancos que iluminan a destellos todo el lienzo y la expresión delicada y recoleta de la niña, consiguen uno de los cuadros más deliciosos de su autor. El más bello epílogo para una vida de pintor.

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